FRANCISCO MORA TERUEL. DOCTOR EN NEUROCIENCIA
EDWARD O. Wilson decía en su libro «The future of Life» que en el cerebro del hombre de hoy siguen vivos tres elementos que encienden su emoción y le dan sentido a su vida. Éstos son: una pequeña parcela de geografía, un limitado grupo de parientes y un futuro visto a través de dos o, como mucho, tres generaciones, de seres humanos. «Tendemos de modo innato -dice Wilson- a ignorar cualquier posibilidad distante más allá de eso. ¿Por qué esa cortedad de miras? La razón es simple, se debe al funcionamiento de esa parte de cableado duro del cerebro que hemos heredado de nuestros tiempos paleolíticos».
Las emociones obedecen a los procesos más primitivos y básicos de nuestro cerebro. Son el encendido de toda conducta y tienen que ver con la supervivencia del individuo primero y de la especie después. Y son estas emociones las que han llevado al ser humano a buscar la seguridad de un grupo, a refugiarse en un pequeño trozo de tierra que llega a conocer bien y a la creación junto a sus congéneres de un útil de comunicación genuino y diferente a otros grupos, un idioma, que le salvaguarde con rapidez del peligro y le proporcione, también con rapidez, cualquier satisfacción.
Cuando eso está creado, el cerebro lo graba profundo y se transmite a las nuevas generaciones como las tablas de la ley. Los individuos que nacen en un grupo así creado incorporan, desde el nacimiento, esas emociones, convirtiéndolas en conexiones y circuitos de su propio cerebro, entrando con ello a formar parte, inviolablemente, de su propia naturaleza individual. Y es así como cobran significados profundos la tierra en la que se nace, la lengua de los padres o la cultura de ese reducido entorno. Hoy, sin embargo, todos estos valores, en particular los de la pequeña geografía, que tuvieron un significado inestimable para la supervivencia ya no lo tienen tanto e incluso quizá tienen un valor completamente opuesto al de antaño.Y así estas emociones cuando se aplican y ponen al servicio de la recreación de una pequeña comunidad y sus fronteras, esa comunidad se aísla, se enajena y aún se puede destruir. Es claramente lo contrario de otros tiempos. Y esto está ocurriendo estos días en muchas gentes cuando reivindican diferencias separadoras y fronterizas, físicas o emocionales, que no integradoras, utilizando como banderas idiomas pequeños, tierras pequeñas y costumbres pequeñas. Rompen y no armonizan.
El hombre de hoy, que ha vivido y experimentado en su vida «largas culturas, geografías e idiomas» sabe que esas emociones, en otros tiempos de valor incalculable, son una mirada «hacia atrás» y sin verdadero valor biológico, de supervivencia (que eso es precisamente lo que da valor real a las emociones). «Mirar hacia delante» por el contrario significa admitir que aun cuando estas emociones son legítimas y respetables, éstas sólo pueden y deben ya quedar en un valor guardado a nivel recoleto y en el espacio valioso de uno mismo y quizá también de unos pocos, pero no enarbolarlas como bandera diferencial de grupo puesto que no tienen el significado originario que (quiero volver a repetirlo), le daban la salvaguarda de la supervivencia. En esa dirección marcha hoy el mundo.
¿Cómo romper esta dinámica que a nadie sirve hoy sino a unos pocos líderes políticos que se empecinan en imponer «la nación chica», frente a la «nación grande», ignorando profundamente los mecanismos cerebrales originarios a los que obedece su conducta? Sólo se puede lograr con una educación y una cultura que, desde el principio, destruya esas tablas de la ley endogámicas y provoque en los cerebros esa otra emoción de la «geografía e idioma largos». Y crear frente a «la inmersión empobrecedora y localista en geografía e idioma» la «inmersión abierta» a un mundo de comunicación con lenguajes universales y que además cambian vertiginosamente. Quien habiendo vivido en un medio social «localista» pero sus circunstancias le han llevado a vivir en otros países, casi a cualquier edad, sabe bien de lo que estoy hablando. El cerebro es un órgano plástico que sólo trabaja por referencias y contrastes a cualquier edad, embebiendo y convirtiendo su entorno en patrones temporales de funcionamiento. De hecho las concepciones del mundo de cada cerebro se realizan acorde a los códigos de funcionamiento que hemos arrastrado con la evolución, pero modulados constantemente por un medio ambiente y social. Cada ser humano es, en buena medida, un espejo de lo que le rodea. De una inmersión en uno u otro marco de referencia saldrán claramente individuos diferentes. Y eso sólo se logra formando y educando niños, sus cerebros, que hablen lenguas que unan y no separen, y eliminando barreras otrora útiles y hoy ya no tanto. Justo lo contrario de lo que se pretende con los nacionalismos.
Nuestro mundo occidental está abriendo sus puertas a una nueva cultura que pronto se conocerá como Neurocultura, que permitirá entender cómo actuamos y pensamos basados en la lectura de los códigos que gobiernan el funcionamiento del cerebro a la luz del proceso evolutivo. Cultura que tiende a absorber las pequeñas geografías, los pequeños grupos y los pequeños idiomas en un inevitable huracán detrás del cual se busca una ética universal y un idioma que aúnen y alcancen nuevos significados para el ser humano. Y esa ética universal, sin la cual posiblemente las catastróficas predicciones demográficas y medioambientales que se hacen para el año 2050 pueden cumplirse, nos debe llevar a un mundo más ambicioso de solidaridad y profundo respeto «abierto», superando las diferencias sin fronteras, ni lugares, ni lenguajes.
Ante ese mundo, la mirada empobrecida. endogámica y atomizada de ese «yo soy diferente y hablo diferente y tengo esta pequeña tierra que es mía y es diferente y también mejor a la tuya» lleva en su esencia una lectura errónea de unos códigos cerebrales que deben ser reinterpretados. Cataluña o Andalucía, País Vasco o Cantabria, Galicia o Asturias sin fronteras son España y ésta es, sin fronteras, Europa. Eso empieza hoy a ser supervivencia. Eso es una relectura actualizada «en grande» de los códigos profundos de emoción y geografía que tanto sirvieron hace tiempo «en pequeño». Ante estas pequeñas reflexiones uno experimenta una cierta tristeza al ver como hay gentes que pierden su tiempo y sus talentos ensalzando una emoción y un sentimiento reivindicativo, aquel de la pequeña geografía, cuando esos mismos talentos pudieran ejercitarse en un mirar hacia una geografía grande, generosa, para el beneficio de muchos y no de tan pocos.